jueves, 16 de diciembre de 2010

A Cartagena de Indias de improviso (I)

En un momento de ocio laboral, me llegó la respuesta de mi tío, en la que me comunicaba que no podría ir a visitarlo a Buenos Aires en las fechas que habíamos marcado.  Así que me quedaba definitivamente sin visita a Argentina y, de rebote, a Cartagena de Indias, tal y como me había propuesto unas semanas antes el amigo Ignacio el COMEX, que había comprado billetes para reunirse allí con otros compañeros de Miami.

Pero, Jesús el IDEPA, crápula, vendemotos y amigo de los planes de última hora y de las improvisaciones baratas y desorganizadas con el único argumento convincente de unos cuantos aspavientos airados, encontró rápidamente unos vuelos a un precio asequible. La ida sería en el mismo avión que Ignacio, con Aires, y la vuelta el domingo de madrugada con Copa Airlines haciendo una escala de cuatro horas en Santiago de Cali y llegando al trabajo casi de empalmada si todo iba bien.

El alojamiento se solucionó fácilmente y fuimos al hotel que había reservado Ignacio cambiándonos a una habitación triple. Un hotel tranquilo y familiar dentro de la Ciudad Amurallada, regentado por una señora bonachona y bien entrada en carnes llamada Lucía, que veía televisión a la vez que se abanicaba y consentía a su gatito Chester, de tres meses. Resultaba ser la casa de sus padres, que ella había convertido en hospedería pero manteniendo su decoración y detalles coloniales, con un gran patio lleno de vegetación e incienso prendido para los mosquitos. Para alojarse en él fue requisito la recomendación de un anterior huésped, en este caso de nuestra compañera Sara.

Chester

Patio del 'Casa Lucía'

Llegamos al aeropuerto y los retrasos «por lluvias» nos dejaron comer a gusto la hamburguesa de El Corral —las cuales probablemente sean las mejores que he probado— de los viernes. Cuando por fin abrieron la puerta de abordaje —aquí se dice así—, pues abordamos. Pero, una vez dentro del avión, buscando nuestros asientos vimos que estaban ocupados y que todos teníamos las mismas sillas asignadas. Yo me senté en el mío, que estaba libre, y Jesús e Ignacio esperaron a que los reubicaran junto con la guiri a la que le correspondería el mío y que no alcanzaba a coscarse de nada —al menos mostraba la típica cara de guiri desorientado, «mi no entender»—. El caso es que más tarde nos dijo Curro, un compañero de la Cámara de Comercio Hispanocolombiana que andaba también peleando su vuelo por ahí, que escuchó por megafonía la última llamada con nuestros nombres, así que comprendimos que nos habíamos 'colado' en otro vuelo, en un vuelo que llevaba demorado desde las 10 de la mañana e iba a salir a la misma hora que el nuestro, que lo habían retrasado aún más. Menos suerte tuvo el señor negro de bigotes y escasa estatura que intentó colarse despistado con un billete de otra compañía y cuando casi lo había logrado, le quitaron la ilusión de quien tras horas de espera y desesperación, por fin aborda su avión.

Una vez en tierra, enseguida sentimos el golpe de calor y humedad caribeños;  además del olor a salitre y el sonido y la vista del mar Caribe, sensaciones siempre emotivas para alguien de mar como yo, dos meses después de despedirse del suyo, el limpio y bravo Cantábrico, primer plano, fondo y trasfondo de mis mejores momentos.

Un taxi nos condujo por la carretera que comunica aeropuerto con ciudad y que discurre lindante a la costa, salpicada de pequeñas calas de arena marrón, oscura casi terrosa, sobre las que descansaban bateles y chalupas, aperos de pesca y depositadas por hombre y agua, algunas basuras. Grupos de mulatos costeños jugaban al fútbol y se bañaban aprovechando las últimas luces de color amarillo-grisáceo que se filtraban entre las nubes y la calima. Entramos a la ciudad a través de una puerta de la muralla y dimos la consigna en el hotel. Una limonada y una ducha rápida de agua fría —no hay agua caliente en muchos lugares fuera de Bogotá porque en realidad no hace falta— para refrescar y a callejear.

Muralla y puesta de sol sobre el Caribe

Plaza de Bolívar



Muralla de roca coralina

Cartagena de Indias es una ciudad preciosa, con historia, absolutamente colonial, los edificios de colores y de balcones floridos, las calles, la muralla, el castillo más grande del Nuevo Mundo, las fortificaciones... Una de las joyas y plazas más importantes del Imperio español y que ahora Colombia atesora como principal destino turístico y cultural, hasta el punto de llevar adosada al nombre la calificación de 'Distrito Turístico, Histórico y Cultural', al igual que Santa Marta, como entidades territoriales que las caracterizan y diferencian de otras entidades del país. Fundada en 1533 por el conquistador español Pedro de Heredia la ciudad ha conseguido llegar a nuestros días como Patrimonio Nacional de Colombia y Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.

Sin embargo, como toda zona sometida al turismo, son visibles las consecuencias que de este casi siempre se derivan: vendedores ambulantes agobiantes por doquier, precios variables en función de la nacionalidad del forastero, prostitución… un taxista nos apuntó, en Cartagena el amor nace «en el colegio», el resto tiene un precio.

Continuará...

1 comentario:

Ary dijo...

Eres un crack, periodista, muy bueno el artículo, quiero más :)
Tan sólo un apunte: es "al norte" de Bogotá donde no hay agua caliente, en Medellín de mis amores (ciudad de la que me fui dejando allí medio alma) y aquí en Popayán (donde estoy ahora) sí que hay agua caliente y "delisiosa, papasito"

Un besazo y sigue escribiendo, please!